La fracturación hidráulica, comúnmente conocida como fracking, se erige como una de las prácticas de extracción de hidrocarburos más controvertidas a nivel global. Nacida en los Estados Unidos durante la década de 1990, esta técnica de alta complejidad ha sido señalada por organizaciones ambientales y de derechos humanos como una actividad que provoca daños severos e irreversibles al planeta, alterando ecosistemas completos, atentando contra la salud de las comunidades y generando una huella de contaminación de larga duración. A pesar de estos riesgos, México ocupa el cuarto lugar a nivel mundial en recursos potenciales de gas shale, según la Agencia Internacional de Energía, lo que lo sitúa en el centro de un debate entre el potencial energético y la sostenibilidad.
El proceso del fracking consiste en la perforación de un pozo vertical que posteriormente se desplaza de forma horizontal en el subsuelo. Una vez alcanzada la formación rocosa que alberga los hidrocarburos no convencionales, se inyecta a presión extremadamente alta una mezcla de agua, arena y un cóctel químico. Esta inyección fractura la roca, liberando el gas o petróleo atrapado en su interior para permitir su extracción. El primer gran problema es el consumo excesivo de agua: cada pozo requiere entre 9 y 29 millones de litros. Pero el líquido que retorna a la superficie, entre un 15% y un 80% del total, ya no es agua, sino un fluido de retorno altamente contaminado con las sustancias químicas utilizadas en el proceso.
Este residuo líquido, que ya no es apto para el consumo humano ni para ninguna actividad económica, se convierte en un pasivo ambiental de manejo crítico. Las empresas suelen optar por desecharlo en lagunas a cielo abierto, reinyectarlo en el subsuelo o enviarlo a plantas tratadoras que no están diseñadas para tales niveles de toxicidad. La reinycción, en particular, es una práctica de consecuencias graves: contamina tierras fértiles y acuíferos subterráneos y superficiales. Además, la presión con la que se introduce este fluido puede lubricar fallas geológicas, provocando sismos de baja y media intensidad, un efecto colateral que evidencia la profunda alteración del subsuelo.
La opacidad sobre los compuestos químicos utilizados es otro pilar de la controversia. Un estudio del Centro Tyndall de la Universidad de Manchester logró identificar alrededor de 260 sustancias diferentes en los fluidos de fractura. De este amplio espectro, la investigación catalogó a 17 como tóxicas para organismos acuáticos, 38 como tóxicas agudas, 8 como cancerígenas probadas y 6 más como sospechosas de provocar cáncer. Asimismo, se identificaron 7 elementos con efectos mutágenos y 5 que impactan negativamente en la reproducción. El desconocimiento sobre los efectos del resto de los compuestos añade un nivel de incertidumbre y riesgo inaceptable para la salud pública y los ecosistemas.
En el contexto mexicano, la situación es alarmante. Aunque el país aún cuenta con reservas de hidrocarburos convencionales, las cuencas de Burgos, Tampico, Sabinas, Veracruz y Tuxpan han sido identificadas como zonas de alto potencial para la explotación no convencional. Se estima que, desde 2003, se han perforado aproximadamente 924 pozos mediante fracking, aunque la falta de transparencia en la información oficial impide conocer con exactitud su localización e impacto acumulado. Frente a este escenario, las experiencias internacionales sirven de referente. Mientras Estados Unidos, el principal productor, enfrenta fuertes movilizaciones ciudadanas por los daños documentados, Francia se convirtió en 2011 en el primer país del mundo en prohibir esta práctica de forma preventiva, hasta que se demuestre fehacientemente que no daña al medio ambiente o al ser humano.
Organizaciones de la sociedad civil insisten en que el Estado mexicano debe seguir este ejemplo y prohibir el fracking, documentando los abusos y violaciones a los derechos humanos que se desprenden de su operación. Denuncian que los mecanismos de acceso a la información, rendición de cuentas y consulta a las comunidades son insuficientes y carecen de transparencia. Los costos económicos de esta técnica son altos, pero el precio para la salud de las personas y la integridad del medio ambiente es incalculable. El fracking no es solo una actividad riesgosa; es una sentencia de daño ambiental irreversible que hipoteca el futuro por un recurso finito.
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